En la pasada década de los sesenta, varios especialistas en historia medieval interesados en el origen del arte gótico se percataron de que doce catedrales francesas imitaban la disposición de las principales estrellas de la constelación de Virgo. ¿Qué clase de acertijo era aquél? ¿Quisieron los canteros de los siglos XII y XIII honrar así a la Virgen a quien dedicaron aquellos magníficos templos?
Aquello era un enigma en toda regla. Un puñado de arquitectos prodigiosos, en un periodo de tiempo inferior a un siglo, que supieron ocultar su identidad a los ojos de la Historia, se confabuló hace ocho siglos para llevar a cabo el mayor proyecto arquitectónico de la historia. Un plan que, de cara al exterior, sólo buscaba honrar el creciente culto a la Madre de Dios surgido en el siglo XII, pero que de cara a los iniciados ocultaba un misterio mucho más antiguo que la Virgen o el cristianismo mismo.
Sobre una superficie de 33.600 kilómetros cuadrados en el norte de Francia, tan grande como el Principado de Asturias, aquel grupo de sabios anónimos decidió levantar una serie de templos cuya disposición imitaba la situación relativa de las estrellas principales de la constelación de Virgo. La idea era menos peregrina de lo que hoy pueda parecernos. No en vano, ya entre los etruscos –los predecesores de los romanos- el templum era aquel sector del cielo delimitado por los augures con la ayuda de su bastón, y gracias al cual interpretaban los fenómenos celestes y naturales. Su templum era, en definitiva, una suerte de “libro de instrucciones” del mundo que pronto se materializó en forma de edificio, garantizando así un uso más cómodo de un cielo llevándolo a tierra.
Hasta los antiguos egipcios, en Sais, comprendieron ese principio e imitaron obsesivamente la bóveda celeste sobre el suelo, como si así se aseguraran un instrumento de control del Universo: “Este templo –esculpieron en las paredes de su sanctasanctórum- es como el Cielo en todas sus partes.”
Pero en el caso que nos ocupa, el de las primeras catedrales góticas francesas consagradas a Notre Dame, los conocimientos cartográficos, geométricos y matemáticos necesarios para coordinar ese plan –que surge con Francia hipotecada en las cruzadas y en la protección de los Santos Lugares- son aún capaces de sonrojar a nuestros modernos técnicos. A fin de cuentas, ¿quién o quiénes podrían haber sido capaces hace ocho siglos de orquestar unas obras públicas tan compactas, e imprimirles un carácter astronómico del que sólo recientemente hemos sido conscientes? ¿Y cómo lo hicieron sin el concurso de teodolitos o mapas precisos del territorio francés?
El primero en denunciar la existencia de este proyecto celestial fue un misterioso escritor llamado Louis Charpentier (“Luis el Carpintero”) en su libro El enigma de la catedral de Chartres. No obstante, otros autores más modernos, como Maurice Guinguand y Beatrice Lanne, describieron aún más elocuentemente que Charpentier el secreto que nos ocupa: “Existen once Notre Dame –afirman en su ensayo La cuna de las catedrales-, una ‘San Gervasio y San Protasio, después Notre Dame’, y una Notre Dame de l’Epine. En total, trece Notre Dame correspondientes a las principales estrellas de la constelación de Virgo, según la posición que ésta ocupa en el mes de agosto sobre Francia, en la fecha de la Asunción de la Virgen y en la fiesta de la recolección. La parte principal de esta constelación se llama la Espiga y domina en el cielo encima de Chartres, capital de la Beauce.”
Sorprendentemente, ninguno de estos autores abunda en el posible origen de esa planificación, ni se cuestiona en profundidad para qué se decidió llevar adelante un proyecto de esta envergadura. Una empresa que, dicho sea de paso, obligó a aquellos sabios discretos a edificar un templo gótico impresionante como el de Notre Dame de l´Epine relativamente lejos de cualquier núcleo poblado de importancia, sólo porque –según deduce Charpentier- “una estrella de la constelación, cerca de Spica (Espina) de Virgo, tendría su correspondencia en esa curiosa Notre-Dame de l’Epine”. La tradición sostiene que el nombre de espina le viene dado a ese lugar por el hallazgo que un pastor del 1400 hizo de una estatua de la Virgen en medio de un zarzal, pero existen textos antiguos que afirman que en 1230 –en pleno auge gótico- ya existía una iglesia de idéntica advocación en aquel lugar. Es más, aunque Notre-Dame de l’Epine es un templo del siglo XV levantado durante la Guerra de los Cien Años, los expertos coinciden en señalar que su planta corresponde a principios del siglo XIII. Es decir, dentro de los márgenes de la “Gran Obra” de Virgo que nos ocupa.
Durante el verano de 1999, mientras Javier Sierra estaba embarcado en la elaboración de su último libro Las puertas templarias, recorrió todos los templos citados por Charpentier en su ensayo, en busca de las claves de este misterio. Y, ciertamente, surgieron algunas sorpresas.
El carácter astronómico de las catedrales tomadas por Charpentier para dibujar “su” mapa de Virgo sobre la cuenca parisina, resulta evidente desde el principio. Chartres, Évreux, Bayeux, Amiens y Reims –los cinco templos principales tomados por este autor- trazan las líneas fundamentales del “rombo” de Virgo sobre el plano de Francia, al tiempo que recogen en sus vidrieras e iconografía algunos detalles estelares significativos.
En Évreux, por ejemplo, todas sus ventanas reflejan insistentemente la figura del Sol. Éste aparece por todas partes, en un número casi obsesivo. Sobre vitrales, en arcos ojivales, junto a figuras... Todo está lleno de soles. Por si fuera poco, en el crucero que existe frente a la puerta principal, en la capilla de San Sebastián así como en algunas vidrieras, se representa la imagen del peregrino compostelano, en clara alusión al Camino que –según una extendida tradición medieval- era a su vez el reflejo terrestre de la Vía Láctea que guiaba a los fieles hasta Compostela, el campo-de-la-estrella según su etimología más aceptada.
Pero, sin duda, el elemento cósmico más distintivo de las catedrales lo constituyen sus zodiacos. Aunque hoy la jerarquía católica vaticana reniegue de la astrología, los símbolos fundamentales de esta protociencia aparecen representados en las principales catedrales seleccionadas por Charpentier. Así, en Chartres, Javier Sierra encontró zodiacos en las arquivoltas de su pórtico norte y en una de sus vidrieras; en Reims fue esculpido en el pórtico oeste, al igual que en Amiens. Estos zodiacos, unidos al hecho de que los techos de estos lugares estuvieron pintados de azul celeste y salpicados de estrellas amarillas también pintadas, parecen querer transmitir la misma información que templos egipcios como el de Dendera, en el Alto Nilo: que aquéllos eran lugares de observación o reflejos cósmicos del universo.
En Dendera, un templo ptolemaico del siglo I a.C., además de su zodiaco –que hoy se conserva en el Museo del Louvre-, puede aún adivinarse la policromía azulada de las losas de sus techos y la miríada de estrellas de cinco puntas dibujadas sobre ese lecho de color. Idénticas, por cierto, a las que aún adornan la cripta del siglo XI de la catedral de Bayeux, otro de los “templos Virgo” según Charpentier, y que todavía pueden admirarse.
El arte gótico –con conexión estelar o sin ella- es otro auténtico enigma. Aparece completamente definido hacia 1130, y en menos de cien años Francia emprende la construcción de ochenta monumentos dentro del nuevo estilo, los más importantes de los cuales fueron catedrales que aún están de pie y que se dedicaron a la Virgen. Sólo durante la construcción de Chartres otras veinte catedrales fueron puestas en marcha, y todo en un país que apenas contaba a mediados del siglo XII con quince millones de habitantes.
La característica principal de esa nueva y revolucionaria forma de edificar fue la introducción del arco ojival, y todo lo que éste conllevaba de cálculos y geometría. Los expertos modernos se devanan los sesos tratando de justificar ese brusco cambio de rumbo en la evolución de la arquitectura en Europa y proponen las más dispares teorías para explicarlo. Sin embargo, la mayoría ignora que el surgimiento del gótico coincide históricamente con dos factores históricos clave: la adaptación de antiguos cultos paganos a diosas madre a las que se convierten en advocaciones de la Virgen por un lado, y la fundación de la Orden del Temple bajo la protección de San Bernardo de Claraval, por otro.
Louis Charpentier sospecha que estos dos elementos no están desconectados del imparable auge del gótico, y estima que este arte debió de importarse de Oriente por los célebres caballeros de las capas blancas. “Aunque no puedo asegurarlo –escribe al respecto de la hermandad que debió crear el arte gótico-, creo que fueron los Hijos de Salomón directamente vinculados con la Orden del Temple de Salomón”.
Lo que Charpentier no desvela, ni siquiera insinúa, son las tremendas conexiones egipcias de este asunto. Sabido es que anteriormente a la implantación hegemónica del cristianismo en Europa, uno de los cultos más extendidos por el continente era el de Isis. Bajo diferentes formas y nombres, Isis era venerada como una diosa generosa, protectora y amable. Pues bien, tras la Revolución Francesa diversos intelectuales se empeñaron en demostrar que los cultos a las vírgenes negras, y en especial a aquellas para las que se construyeron las catedrales góticas, no eran sino cristianizaciones de cultos a esta importante divinidad egipcia. Charles Dupuis y Court de Gébelin fueron algunos de los precursores de esta tesis, que llegaron incluso a afirmar que la catedral de Notre Dame de París fue edificada sobre un antiguo Iseum, esto es, un santuario de Isis.
Ambos, junto a otros expertos posteriores como Émile Mâle –autor del fenomenal ensayo L’art religieux au XIIIe siècle en France-, llegan a sugerir incluso que los anónimos constructores de ese templo sabían de esos cultos isiacos y los preservaron en la iconografía fuertemente “egiptianizada” de sus fachadas. Los zodiacos, las representaciones del Juicio Final tan similares a los papiros del Libro de los Muertos faraónico y la preeminencia de la imagen de María con el niño, tan similar a las representaciones de Isis y Horus, así lo sugieren. Es más, a decir de Jurgis Baltrusaitis, un lituano que recogió miles de huellas del culto a Isis en el mundo antiguo, en París la abadía de Saint Denis hizo las veces de santuario de Osiris, complementando así un culto egipcio absoluto que los cristianos hicieron suyo para poder dominarlo.
De ser esto cierto, el problema que plantean las “catedrales de Virgo” se llena de nuevos matices. Pues si los templos góticos se levantaron sobre santuarios primitivos de Isis, ¿en qué época se marcaron esos lugares sobre Francia para que imitaran en tierra la forma de Virgo? ¿En época de los galos? ¿Tal vez antes?
Todo esto no puede menos que recordarnos las teorías del ingeniero Robert Bauval sobre la disposición de las pirámides de Gizéh imitando la alineación de las estrellas del cinturón de Orión. Si esa idea de imitar abajo lo que está arriba fue desarrollada por los antiguos egipcios, ¿acaso fueron éstos los que la exportaron a Francia en época remota? ¿Y cómo pudieron los constructores góticos, fueran de inspiración templaria o no, saber qué antiguos santuarios convertir en grandes catedrales sin distorsionar el plan de los antiguos?
Tampoco deja de ser sorprendente que las pirámides egipcias, probables templos dedicados a Isis según antiguas interpretaciones, imitaran regiones celestes al igual que lo harán las catedrales consagradas a la Virgen casi cuarenta siglos más tarde. Quizá la clave a todo este embrollo la aportara hace algunos años el teólogo alemán Goerg, al descubrir qué significaba el nombre de María en tiempos de los faraones: “la amada de Amón”.
¿No será el cristianismo una actualización de la que creíamos extinta religión egipcia?